Me duele y me indigna

Me duele la infancia y su vulnerabilidad, me duele la soltería de algunas madres y sus trabajos forzados, la injusticia del amor abandonado. Me indigna la ignorancia, el condenado celular, y el saqueo de cuantiosos recursos públicos que tantos soñamos podrían servir para mejorar algún día estas cosas. Me indigna y me convoca.
Entro a un consultorio, un niño de unos 7 años con cara triste y ojos llorosos está lidiando con sus mocos. Del bolsillo de su pantalón saca trabajosamente un pedazo de papel higiénico estrujado y trata de abrirlo sin éxito. Como puede se limpia mal la nariz, con algún lado del papel hecho puñete. Los ojos enrojecidos están medio perdidos, lo veo incómodo en la ardua tarea de respirar, parece congestionado, quizás por un resfrío.
Una mujer joven, a dos asientos de distancia del niño, está clavada en su celular, no lo mira. Imagino que no tiene nada que ver con él. Imagino que la madre o el padre están con el médico. Hay una música de fondo, suave, que tranquiliza. Veo cómo el niño cruza sus manitas en el regazo, apoya la cabeza triste en el espaldar del sillón y poco a poco se va quedando dormido. Suspira profundamente, de esa forma en la que el corazón se alivia cuando el cansancio ha vencido a la tristeza y el llanto. Me conmueve la fragilidad de su infancia. Me enternece su confiada entrega al sueño en aquel lugar desconocido.
De pronto, el fastidioso sonido de una canción de reguetón, a gran volumen, irrumpe en la sala desde el teléfono de la señora con quien comparto la espera. No se inmuta. “Puede, por favor, bajar el volumen?” Le digo. Me mira molesta, como si mi pedido la ofendiera; sin entender que no está sola en el mundo y que los oídos y gustos musicales de los demás no le pertenecen. “Disculpe”, me dice, con una mueca de disgusto y casi reproche por mi observación. Han pasado 20 minutos.
De rato en rato vigilo el sueño del niño. Duerme profundamente y empieza a roncar. La señora que sigue clavada en su celular -ahora insonoro- al escuchar el inocente ronquido empieza a llamar al niño, por su nombre. “Oye, Pedro, despiértate! “No le despierte”, le digo. “Está profundamente dormido” -añado- como si no fuera evidente. La mujer sonríe medio nerviosa, como si pensara que el ronquido iba a resultar tan molesto como su reggaeton. “Es su hijo?” Le pregunto sonriendo levemente. “No, es mi sobrinito”, responde. “Es que la mamá le dijo que si no se quedaba aquí afuera, le iba a dejar viviendo conmigo en Quito y ella se iba a devolver sola a Esmeraldas. Por eso se puso a llorar”, me explica.
Escucho atenta, entendiendo ahora los ojos llorosos y los mocos. “Déjele que duerma un poquito más”, le digo tratando de persuadirle. Ya no insiste en despertar al niño, pero exclama con impaciencia: “Y ese doctor que no se apura!”. “No importa -le digo- mientras más se demore más puede descansar su sobrinito”. Sonríe y vuelve a su teléfono. “Le fuimos a buscar al papá pero se hizo negar”, sigue contándome. ¿Tiene relación con él? Han pasado 40 minutos.
Se abre la puerta del consultorio y sale la madre -no debe pasar de 25 años- seguida del médico. Los dos ven al niño dormido. El doctor dice en tono burlón: “ve, este vago cómo se ha quedado dormido”. No entiendo el comentario. La madre se acerca de prisa al niño y con gesto contrariado lo sacude bruscamente diciendo: “despiértate!, vamos!, muévete, muévete!” El niño no responde, se pone de pie automáticamente. Con los ojos entreabiertos, pero dormido, extiende los brazos hacia la madre. Ésta lo levanta y lo carga. El niño se aferra con las piernas a su cintura y le rodea el cuello con firmeza; coloca la cabeza de lado sobre el hombro de la madre y sigue durmiendo.
La madre camina, doblada de lado formando un ángulo obtuso con su cuerpo, por el peso. No hay misericordia para su columna. La hermana la sigue con el celular en la mano. No hay un padre a la vista. No hay a quien poner una queja o un reclamo. No hay forma de renunciar ni hacer devoluciones. Me duele la infancia y su vulnerabilidad, me duele la soltería de algunas madres y sus trabajos forzados, la injusticia del amor abandonado. Me indigna la ignorancia, el condenado celular, y el saqueo de cuantiosos recursos públicos que tantos soñamos podrían servir para mejorar algún día estas cosas. Me indigna, me indigna y me convoca.